Datos no tan curiosos

-Nací en 1982, un día miércoles a eso de las tres de la tarde. Un día de mayo, sol en todo lo alto. Nací en una clínica del norte de la ciudad, como un niño de bien, aunque mi padre vivía en una casita muy humilde en un barrio de clase obrera y mi madre y su familia eran de un pueblo horrible en el norte del Valle. Eran pueblerinos de buen corazón; toscos, bullosos y ordinarios como ellos solos.

Fue una tía (la única que había estudiado) la que pagó por mi nacimiento y compró trago y pasabocas para celebrarme la vida.

Mis padres están allí, jóvenes, sonriendo. Mi madre con cara de cansancio pero demasiado joven para sentirse agobiada. Mi padre con un trago en la mano.Yo lo imagino silencioso y mareado por culpa del whiski; contento y melancólico porque el hijo, el primero, el varón, es la prueba viviente de que sí se puede ser feliz en la vida, que ahora que ve a su hijo pequeño mover las paticas como si fuera un cucarroncito se da cuenta de que la vida lo ha premiado con  una segunda oportunidad. Esas alegrías que faltaron cuando él era niño no faltarán ahora, no le faltarán a él, su hijiito, su vida.

Luego la gente se va y me dejan en la casa de mi tía, porque —dicen—ahí estaré más cómodo. Todo parece coherente. Ellos, mis padres, son jóvenes, y no tienen tiempo para cuidarme, así que me dejan en otras manos: mi abuela materna y mis tías. Me dejan allí, en un barrio de clase media, un barrio residencial donde viven ancianos y otra gente rara que no hace nada en todo el día. Gente que no sale de la casa, porque no hay nada que hacer afuera. Un parque que nadie visita, una iglesia donde hace demasiado calor y un canal de aguas lluvias lleno de pelotas de plástico. Interesantísimo.
Me crían dos buenas mujeres enajenadas y una tía que fumaba como un hombre y decía groserías cuando veía las noticias en televisión. No hay que añadir mucho, no aquí, esto es un boceto que pongo tal cual me sale, sin editar, sin precisar cosas. Es una foto tamaño carnet que me entregan en cinco minutos, y ya.
Mis padres me visitaban todas las tardes y luego se iban. Dios los bendiga. No podían llevarme con ellos porque trabajaban todo el día, y vivían en un barrio pobre, un barrio de obreros, en una casita pequeña y sin comodidades. No podían, o no estaban listos para llevarme, al final no sé, y no viene al caso hacer tanto énfasis. El punto es  que me dejaron durante varios años en manos de este par de mujeres, y ése es el prólogo.
Después soy un muchacho aburrido; veo televisión peruana y tomo leche condensada. Paso horas sin hablar con nadie y miro hacia la calle: carros feos y buses repletos de gente aún más fea. Al fondo las montañas, cubiertas de una bruma sucia. Otro atardecer, que no será el último, me digo, y siento pena. El sol se esconde, sin gloria, sin solemnidad. Cuento los días: tendré que ir a prisión o dar un discurso en la ONU. Tendré que pilotear un caza y estrellarlo contra una torre de cristal. Cuento los días: tendré que estar muerto. Y tomaré leche condensada dentro del ataúd.

-Quemaba hormigas en el patio de la casa. Olvidé anotar que también vivía con un hombre horrible que se escondía entre escombros y trastos viejos. Nunca le llamé abuelo, aunque me lo sugirieron un par de veces. El hombre me veía torturar a las hormigas y se reía. Después, cuando le parecí de fiar, se acercó para enseñarme otras modalidades de tortura.

-Siempre me gustó el fútbol, pero nunca lo pude jugar bien. No es que haya sido un tullido; los músculos me respondían bien; la cintura giraba, feliz; las pantorrillas y las rodillas sabían soportar patadones y mordiscos, sí, todo eso andaba bien. El problema era mental. Me iba a la mismísima mierda, o me quedaba enterrado bajo mis pensamientos. Y no servía para un carajo, obviamente. Me gritaban, me empujaban, y yo seguía ahí, con la mirada idiota de un pájaro, sin inmutarme. Cuando volvía en sí la cancha estaba vacía. Me iba a mi casa sintiendo siempre que la grama estaba mojada, y pensaba: alguien lloró aquí. Todos lloraron.

-La primera vez que quise enamorar a alguien me fié de un intermediario. Y perdí. O no sé: no pasó nada. El fulano que contraté para que llevara la razón se perdió en el camino. No lo volví a ver, y no sé si entregó la razón a la persona equivocada, o si se la quedó y no se la entregó a nadie. El resto de mis días transcurre, hasta hoy, sin saber muy bien qué pasó. La pienso aún, y la veo a cada rato. La veo en muchos nombres. En otras caras. La veo gorda y casada. O la veo aniñada, a la deriva, la veo sin trabajo y fracasada, la veo sola, la veo viviendo con gatos en un taller de artistas, la veo fumando marihuana en un parque, la veo en un aviso publicitario, la veo y la ignoro, porque no sé si le dieron mi razón.